Cuando en octubre de 2013 llegó a Frankfurt no fue difícil reconocerlo entre la multitud de turistas y maletas que llegaban del trópico. Solo había que fijarse en un sombrero color crema y seguro que era Diego Risquez. Y así fue. Y así nos encontramos por primera vez cara a cara. Y se entabló lo que se pudiera llamar una amistad que tiene una pasión en común: el cine. Diego fue un cineasta en cuerpo y alma, y un amigo. Murió en Caracas, el 13 de enero, en una batalla dura y desesperada contra un tumor cerebral.
Hablar del cine contemporáneo venezolano es hablar de Diego Risquez, quien, con apenas treinta y dos años irrumpe en el cine venezolano con su largometraje Bolívar, Sinfonía Tropikal (1981), al que le siguieron Orinoko, Nuevo Mundo (1983) y Amérika, Terra Incógnita (1988), que conformarían una trilogía dedicada a la magia de la historia del continente americano.
Aunque “la recepción fue terrible” en Venezuela, según confiesa en una conversación (Nuevo Cine Latinoamericano, n° 16, 2014), a nivel internacional el cineasta se ganó a partir de aquel momento la reputación de un cineasta de vanguardia con un nuevo lenguaje experimental y poético, destacándose, además, como realizador pionero del cine en Súper 8 en Venezuela. Junto con el director Carlos Castillo, fue el primer invitado en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes con sus películas hechas en ese nuevo formato.
Nacido en 1949 en Juan Griego, Isla de Margarita, Risquez también dedicó parte de su formación de artista al teatro (1970-1974), que ha dejado huellas en su cinematografía, desde la escenografía hasta la actuación. En los años noventa del siglo pasado, el ya renombrado director, actor y guionista se perfeccionó como director de arte en varias películas, ahí están Roraima (1993), de Carlos Oteyza; Piel (1997), de Oscar Lucien, o Doña Bárbara, de Betty Kaplan (1998).
Y es a partir del nuevo milenio cuando, sin salir de sus principios de hacer cine culto, un cine de autor “donde existe una propuesta de las artes plásticas”, Rísquez se abrió a un público más amplio con sus largometrajes Manuela Sáenz (2000), Francisco de Miranda (2006), Reverón (2011) y El Malquerido (2015). El interés en la historia de su país, de sus personajes históricos, artísticos o populares, siempre ha marcado sus filmes. Para él, unas de las tareas del cine es rescatar la historia, pero desde el punto de vista no heroico, sin idealismo, sino destacando, como lo subrayó también en muchas ocasiones, la parte humana de ellos.
Vino, entonces, a Frankfurt para inaugurar la novena edición del festival “Venezuela im Film – Qué chévere” (una muestra que nació de la cooperación entre el CNAC, el consulado venezolano en Frankfurt y el cine no-comercial Filmforum-Höchst), con su película Reverón, uno de los pintores venezolanos más trascendentales del siglo XX.
“Para nosotros Diego representaba el Nuevo Cine Latinoamericano, enormemente cautivador, tanto a nivel formal como en cuanto a su contenido, junto con el brasileño Glauber Rocha, el cubano Tomás Gutiérrez Alea, el argentino Fernando Solanas y el boliviano Jorge Sanjinés. Atento, amable y cordial – así conocimos a este gran director venezolano. No sabíamos en aquel momento que no podríamos volver a invitarlo…”, comentó conmocionado Klaus-Peter Roth, director de la sala de cine Filmforum-Höchst, lo mismo que los organizadores de este festival sentimos al conocer la muerte de Diego.
Deja un legado que ha logrado enfrentarse al cine comercial, ofreciendo alternativas al nuevo cine venezolano, y en el tintero se quedó una película no terminada sobre Guacaipuro, el gran cacique venezolano.
Publicado originalmente en Habana Film Festival.